
El paisaje de los dioses
Publicado el 14.05.2015
Vatnajökul, Islandia, Agosto, 20:24h
Una gran roca volcánica en mitad del Atlántico Norte, tan cerca del polo norte como de tierras menos frías, Islandia se asoma a la nada y sobrevive acariciada por las benévolas corrientes del golfo. Confluencia de las grandes placas tectónicas, la mayor cicatriz de la tierra se adivina en esta isla.
Sus 5.000 kilómetros de costa regalan un paseo de una belleza completamente desnuda, inerte, que a primera vista no se diría de este mundo. Un paisaje que se antoja inmutable, pero que parece dispuesto a despertar en cualquier momento para explicarnos cómo se creó el mundo, y cómo de irrelevantes somos nosotros en él. Es como si el mundo que conocemos se hubiera originado en este pequeño rincón, y siento que no tengo más remedio que dejarme embriagar por la paz de este lugar.
Todo esto estaba mucho antes que nosotros, y es irremediable tener la certeza de que, de algún modo, todo seguirá allí cuando nosotros ya no estemos. Naturaleza en estado puro, primaria , donde los elementos de la creación habitan y saludan a cada paso, libres.
Glaciares, volcanes, géiseres, cascadas que conforman un paisaje de principio y fin del mundo donde el hombre debe ser un espectador respetuoso. Kilómetros y más kilómetros recorridos con la monótona compañía del ruido del motor de un pequeño automóvil, redescubriendo a cada instante esa belleza sin paliativos.
Me detengo en los glaciares del sur, marcados al pie de la carretera con su nombre imposible y tras un pequeño esfuerzo, descubro la pureza de un azul que parece sacado de un mundo de fantasía, y que aquí ha tenido el capricho de iluminar pedazos de hielo. La imagen es sobrecogedora. Por un momento el silencio se hace más callado todavía y solo el aire helado de las montañas lo rasga, devolviéndome la conciencia, y permitiéndome capturar un sueño.
En este lugar mágico, hasta los mismos Dioses se sentarían a disfrutar del paisaje.
Ignatius